Llueve a cántaros, son más de las 7 de la tarde y los niños del grupo de refuerzo escolar parece que hoy no vendrán. Carmen se ha acercado hace un rato en la furgoneta con Jhoni y Antonio, pero como no tenían deberes y no hay nadie más, al final se han marchado.
A las 7 y media los cinco voluntarios decidimos que también nos vamos y, de camino al metro, me paso por uno de los campamentos para ver a las familias. La entrada está medio inundada y tres saltos y dos traspiés después consigo entrar y allí los encuentro.
Elisa se asoma por la ventana de la caravana y con su voz cantarina me dice hola. Casilda, su madre, sale y me explica que no dejó ir a la niña al refuerzo porque llovía mucho y costaba salir del campamento. “Pero se ha pasado la tarde leyendo porque su profesora me dijo que reforzara la lectura”, me dice.
Me adentro hacia el resto de caravanas y me encuentro a la mamá de Diego, que corre con el otro bebé en brazos para no mojarse. Me explica que Diego está durmiendo en el camión, rendido de sus aventuras en su primer año de colegio. Celeste, la madre de José, nos oye hablar y también se asoma. Esta tarde estuvo en el oculista con el chaval y luego se sentó con él mientras hacía los deberes.
Conversamos, nos reímos, quedamos para recoger a los niños el sábado por la mañana y me despido. Vuelven a las caravanas y yo rehago el camino, con mis tres saltos de rigor para cruzar los charcos y mis traspiés. Muchas de estas madres no saben leer ni escribir y no pueden ayudar a sus hijos a hacer los deberes, pero les animan a seguir estudiando.
Me voy con los pies mojados pero feliz porque son madres concienciadas.
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